jueves, 18 de octubre de 2007

El bocazas del gilipollas del ministrejo Bermejinkis

COMENTARIOS LIBERALES
El 'balbulán'
FEDERICO JIMENEZ LOSANTOSConfieso que me asombra la jerga montillesca. Antes me daba risa, porque un tío que va atropellando, multando, persiguiendo y marginando a los que pretenden utilizar el castellano en la vida pública de Cataluña, pero que no es capaz de hablar el catalán con un mínimo de aseo fonético y una elemental pulcritud sintáctica y semántica, puede movernos, si no a piedad, a burla. Y en Navidad, a conmiseración.
Sin embargo, según cuentan los estudiosos del fenómeno lingüístico, éste no se limita al presidente de la Generalidad, sino que se extiende al sector más genuinamente periférico o acharnegado del PSC, los Corbacho, De Madre y compañía, que, al decir de los expertos en la lengua reacuñada por Pompeu Fabra, comparten con su compañero pero jefe Montilla la rara circunstancia de ser analfabetos funcionales en dos lenguas, hazaña al alcance de pocos.
El bípedo implume o ser humano común, nazca en Patagonia o en Groenlandia -yéndonos aún más lejos, en Andalucía o Cataluña- suele hablar fluidamente una lengua, sea la que sea, porque en ella viene al mundo, por así decirlo, su capacidad de discurrir. La lengua materna no lo es solamente porque la habla mamá y, por lo general, también papá, sino porque en ella se siente uno protegido, confortablemente instalado, disfrutando de esa seguridad afectiva que sólo da la sombra benéfica y luminosa de la madre.
En las familias bilingües, que las hay, casi siempre existe la tendencia a instalarse en una de las dos lenguas, normalmente la más oída en la infancia y mejor aprendida en la escuela. No hay reglas al respecto, sobre todo en lenguas de una entidad cultural semejante y con un aura afectiva similar en el que la habla. Si además escribe, la opción es inevitable, casi obligada. Hay algunos escritores que han logrado serlo en dos lenguas: Samuel Beckett, Vladimir Nabokov y alguno más. Pero son la excepción que confirma la regla.
El caso de la cuadrilla de Montilla es el mismo, pero al revés. En vez de elegir una lengua en la que se escribe mejor, no acaba de elegirse en la que se habla peor. Para mí que tal vacilación tiene mucho que ver con inseguridad patológica del que no sabe a qué familia, tribu, pueblo o lengua pertenece, y la obviedad de su impostura vital lo vuelve vacilante. Si se fijan en Montilla, paradigma del renegado nacional, prototipo del inane lingüístico, lo propio de él en cualquiera de los dos idiomas que maltrata es el balbuceo, la duda irresoluble, entrecortada, lindante con la apoplejía vocal, que no desemboca en una palabra clara ni en una lengua precisa.
El diagnóstico no parece difícil, pero definir la enfermedad no es tan fácil. ¿En qué balbucea realmente Montilla? ¿En español, o sea, en balbuñol; o en catalán, o sea, en balbulán?

FEDERICO JIMENEZ LOSANTOSConfieso que me asombra la jerga montillesca. Antes me daba risa, porque un tío que va atropellando, multando, persiguiendo y marginando a los que pretenden utilizar el castellano en la vida pública de Cataluña, pero que no es capaz de hablar el catalán con un mínimo de aseo fonético y una elemental pulcritud sintáctica y semántica, puede movernos, si no a piedad, a burla. Y en Navidad, a conmiseración.
Sin embargo, según cuentan los estudiosos del fenómeno lingüístico, éste no se limita al presidente de la Generalidad, sino que se extiende al sector más genuinamente periférico o acharnegado del PSC, los Corbacho, De Madre y compañía, que, al decir de los expertos en la lengua reacuñada por Pompeu Fabra, comparten con su compañero pero jefe Montilla la rara circunstancia de ser analfabetos funcionales en dos lenguas, hazaña al alcance de pocos.
El bípedo implume o ser humano común, nazca en Patagonia o en Groenlandia -yéndonos aún más lejos, en Andalucía o Cataluña- suele hablar fluidamente una lengua, sea la que sea, porque en ella viene al mundo, por así decirlo, su capacidad de discurrir. La lengua materna no lo es solamente porque la habla mamá y, por lo general, también papá, sino porque en ella se siente uno protegido, confortablemente instalado, disfrutando de esa seguridad afectiva que sólo da la sombra benéfica y luminosa de la madre.
En las familias bilingües, que las hay, casi siempre existe la tendencia a instalarse en una de las dos lenguas, normalmente la más oída en la infancia y mejor aprendida en la escuela. No hay reglas al respecto, sobre todo en lenguas de una entidad cultural semejante y con un aura afectiva similar en el que la habla. Si además escribe, la opción es inevitable, casi obligada. Hay algunos escritores que han logrado serlo en dos lenguas: Samuel Beckett, Vladimir Nabokov y alguno más. Pero son la excepción que confirma la regla.
El caso de la cuadrilla de Montilla es el mismo, pero al revés. En vez de elegir una lengua en la que se escribe mejor, no acaba de elegirse en la que se habla peor. Para mí que tal vacilación tiene mucho que ver con inseguridad patológica del que no sabe a qué familia, tribu, pueblo o lengua pertenece, y la obviedad de su impostura vital lo vuelve vacilante. Si se fijan en Montilla, paradigma del renegado nacional, prototipo del inane lingüístico, lo propio de él en cualquiera de los dos idiomas que maltrata es el balbuceo, la duda irresoluble, entrecortada, lindante con la apoplejía vocal, que no desemboca en una palabra clara ni en una lengua precisa.
El diagnóstico no parece difícil, pero definir la enfermedad no es tan fácil. ¿En qué balbucea realmente Montilla? ¿En español, o sea, en balbuñol; o en catalán, o sea, en balbulán?

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